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corredores, en los divanes, en los bancos, se amontonaban hombres, maletas, ropas. Se oían por todas partes gritos de niños. Los camareros aumentaban la batahola corriendo en todas direcciones sin ninguna necesidad. Las mujeres, como acostumbran a hacer siempre en los sitios públicos, se paraban a comadrear precisamente donde no había espacio, es decir, junto a las puertas, en los pasadizos y en los corredores estrechos, dificultando el movimiento de un modo terrible y obstruyendo el paso a todo el mundo.

Parecía imposible que se acomodase en el barco toda aquella muchedumbre de hombres, mujeres y niños. Pero poco a poco todo se arregló, se redujo, se ordenó, y cuando el barco, en medio de la bahía, empezó descuidadamente a marchar a todo vapor, había ya bastante espacio libre sobre el puente.

La señora de Travin, de pie en la popa, miraba hacia atrás, hacia la ciudad, que se alzaba, en anfiteatro blanco, sobre las montañas, y parecía coronada por un bosquecillo de finas columnas. Se distinguía sin dificultad la línea donde terminaba el agua verde—sucio de la bahía y empezaba el mar hondo y azul.

Más allá, cerca de la orilla, como un bosque despojado de hojas, erguíase un conjunto de chimeneas y de mástiles.

El mar estaba un poco agitado. Bajo la hélice, el agua parecía leche; detrás del barco se veía, en medio de la azul anchura del mar, una angosta EL BRAZALETE BY EDICIONESS. MATED,