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hallados, en diferentes puntos de la costa, los cadáveres de los pescadores, arrojados por el mar.

La colonia veraniega del próximo pueblecito marítimo, en su mayoría compuesta de griegos y judíos, gente, como toda la meridional, amiga de gozar de la vida, se apresuraba a retornar a la gran ciudad vecina, por encontrarse ya a disgusto en la playa.

Por los caminos fangosos avanzaban trabajosamente carros cargados de todo género de efectos:

colchones, divanes, cajones, sillas, lavabos, samovares, etc. Daba lástima ver, al través de la fina lluvia incesante, todos aquellos objetos, que parecían miserables, sórdidos, y en lo alto de cuyo hacinamiento iban sentadas las criadas y las cocineras, llevando en la mano planchas, latas y cestas; los caballos, cansados, jadeantes, cubiertos de espuma, no pudiendo a veces andar y deteniéndose en medio del camino, daban también lástima, lo mismo que los cocheros, mojados, envueltos en esteras para protegerse contra la lluvia y gritando con voz acatarrada para hacer andar a los caballos.

Era todavía más triste ver las casas de campo abandonadas, rodeadas de una súbita soledad, con sus jandines devastados y mutilados, sus cristales rotos, sus perros solitarios y todos los vestigios que suelen dejar de su presencia los habitantes efímeros del campo: los pedacitos de papel, los platos rotos, las cajas y los frascos vacíos.

Pero a principios de septiembre el tiempo cam-