sáceos sacudidos por la brisa; con su sombrero de anchas alas, y su rostro benigno, a la vez que cómicamente belicoso, parecía un Don Quijote vestido a la usanza de hace cincuenta años.
Elena le miraba. Aquel hombre, dotado de un corazón de oro, puro como un niño, que había pasado largos años deportado en la Siberia, y que, a pesar de todos sus sufrimientos, permanecía inquebrantablemente fiel a sus ideales, conservando una esperanza ardiente en la próxima emancipación del pueblo, le inspiraba una gran simpatía.
Ejercía una enorme influencia sobre la juventud.
El los había atraído a ella y a su esposo a la causa revolucionaria.
Sonriéndole desde lo alto del puente, Elena lamentaba no haberle besado la mano y no haberle llamado "querido maestro".
El embarque de los baúles, las maletas y demás bultos terminó por fin.
—¡Todo está a punto!—gritó abajo una voz.
— Quitad la escalera! — respondió otra voz arriba.
La sirena silbó por última vez.
Unos marineros con blusas azules levantaron la escalera en hombros y la dejaron a un lado. Et agua comenzó a bullir bajo el barco.
Una muchachita harapienta y con la cara sucia se paseaba a lo largo del muelle con un cesto de flores.
—¿Quién quiere flores?—gritaba a cada instante.