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vin estrechándole la mano—. ¡Gracias por todo!

¡He sido tan feliz en su compañía de usted y de sus amigos!... Me sentía más joven...

—Gracias a usted también, querida. Usted nos ha reanimado un poco. Somos teorizantes, tragadores de libros, y usted nos ha reavivado, nos ha sacudido.

Y Vasiutinsky estrechó la mano de la viajera con tal fuerza que le hizo daño en los dedos.

—En cuanto al mareo, no tenga usted cuidado—añadió. Sólo cerca de Taranjut está un poco picado el mar; lo mejor será que se acueste usted, y no le sucederá nada... Salude de mi parte a su esposo y maestro. Dígale que todos esperamos con impaciencia su folleto. Si no puede publicarlo aquí, lo publicaremos en el extranjero...

Se aburre usted sin él, ¿verdad?

Sin soltar la mano de Elena, la miraba cariñosamente a los ojos.

Ella se sonrió.

—Sí. Un poquito.

—Me lo figuraba. Hace diez días que no lo ve usted, y eso es grave. Bueno, "addio, mi carissimo amico". Saludos a todos nuestros amigos de Yalta... ¡Es usted una mujercita de arrestos! ¡Palabra de honor! Hasta la vista.

Vasiutinsky bajó del barco y se colocó frente al sitio en que se hallaba Elena, la cual se apoyó en la barandilla. El viento agitaba su pelerina gris. De elevada estatura, extremadamente delgado, con su aguda perilla y sus largos cabellos gri-