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"No temo a los sufrimientos ni a la muerte, y antes de morir canto tu gloria, hermosa mía.

Recuerdo cada uno de tus movimientos, recuerdo tu voz, tu sonrisa, y esas añoranzas son dulces cual la puesta de sol de una tarde de mayo. Mas no quiero que sufras, y me voy de la vida. Dios lo quiere así.

En mi último instante, a ti vuelan todas mis plegarias. La vida podría ser bella para mí, pero es preciso que me vaya. ¡Cállate, pobre corazón, es preciso!

Cuantos te veían admiraban tu belleza, y yo te adoraba como a mi sol, como a la más hermosa estrella de mi cielo. Pero es preciso que me vaya, que deje de turbar tu vida.

El tiempo pasa. Ya es hora. ¡Muero, pero antes de morir canto tu gloria, hermosa! He aquí la muerte. Llega. Con mis últimas fuerzas, con mi último aliento bendigo tu nombre. ¡Gloria, gloria a ti!" Vera abrazó el tronco de la acacia bajo cuya fronda estaba sentada, y empezó a llorar dulcemente. El árbol se movía de un modo suave. Un viento acariciante, como apiadado del hondo dolor, agitaba las hojas. El olor de las flores se hizo más intenso. Y los acordes admirables siguieron resonando en el aire vesperal, acompañados—tal se le antojaba a la princesa—de nuevas palabras de amor...

"Cálmate, querida. Piensas en mí, ¿verdad? Tú eres mi única, mi última pasión. Cálmate, no llo-