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bierto al morir un misterio profundo y dulce que aclarase toda su vida. Vera había visto la misma expresión de paz y de dicha en las mascarillas de Puckiny, de Napoleón.

—¿Quiere usted que la deje sola?—preguntó la buena mujer en voz baja.

—Sí... Luego la llamaré a usted...

Cuando se quedó sola, Vera sacó del bolsillo de su corpiño una gran rosa roja; levantó un poco la cabeza del cadáver y colocó la flor debajo.

En aquel instante comprendió que el amor verdadero, ideal con que sueñan todas las mujeres, estaba sepultado en el fondo de aquel corazón muerto. Y se acordó de las palabras del viejo general Anosov, que le hablaba de un amor únic), sublime, dispuesto a todos los sacrificios.

Apartando con ambas manos los cabellos de la frente del muerto, oprimió sus sienes y le dió en la frente fría y húmeda un cariñoso beso.

Cuando se marchaba, le dijo la buena mujer:

—Veo que ha sentido usted sinceramente la muerte del infeliz. Mire usted, el señor Yeltkov, poco antes de su suicidio, me dijo: "Si yo me muriese lo que le puede suceder a todo el mundo, y una señora viniese a verme, dígale usted que la mejor obra de Beethoven es..." Se registró el bolsillo y sacó un papelito.

—Aquí está... Me lo apuntó ex profeso... Mire usted.

—A ver...—dijo Vera alargando la mano.