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su vuelta, oímos algo como el disparo de un revólver de juguete y no hicimos caso. A las siete de la tarde tomaba siempre el te. La doncella que se lo llevaba llamó a la puerta, y viendo que no contestaban, nos asustamos atrozmente. Descerrajada la puerta, lo encontramos muerto...

—Cuénteme usted algo del brazalete!—suplicó Vera.

—¡Ah, sí, se me había olvidado! ¿Cómo lo sabe usted?... Antes de escribir la carta entró en mi cuarto y me preguntó: "Es usted católica?" "Sí", le dije. "Entonces—continuó—muy bien: ustedes los católicos tienen la buena costumbre de engalanar la imagen de la Santísima Virgen con sortijas, collares y toda clase de joyas. Hágame usted la merced de ponerle este brazalete." Naturalmente, se lo prometí.

—Yo quisiera verle. ¿Sería posible ?—preguntó Vera.

—¿Por qué no? Por aquí, la primera puerta a la izquierda. Querían llevarse el cuerpo a la clínica para hacerle la autopsia; pero su hermano se ha opuesto... Tenga la bondad de pasar.

Vera hizo acopio de toda su presencia de ánimo y abrió la puerta.

En la habitación olía a incienso. Había tres velas encendidas. En medio, sobre una mesa, yacía Yeltkov. Su cabeza descansaba en una almohadita muy baja. Había algo solemne en sus ojos cerrados. Sus labios apretados conservaban una sonrisa feliz y tranquila, como si hubiera descu-