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La mujer gruesa y enferma le abrió la puerta y preguntó:

—¿A quién busca usted, señora?

—Al señor Yeltkov.

La "toilette" de Vera y su tono un poco imperioso debieron de impresionar a la mujer, que contestó:

—Tenga usted la bondad de entrar. La primera puerta a la izquierda. ¡Pobre desgraciado! ¡Qué fin tan trágico! Y la desgracia que le había ocurrido era reparable: había malversado fondos del Estado; pero eso no valía la pena de que se su:cidase. Debía habérmelo dicho. Aunque no soy rica y sólo vivo de lo que me pagan mis huéspedes, sin embargo..., siempre hubiera podido encontrar seiscientos a setecientos rublos para que él llenase la laguna... ¡Si supiera usted qué bueno era! Llevaba ocho años en casa, y yo le consideraba como mi propio hijo...

Vera se sentó en una silla que había en el recibidor.

—Su difunto huésped era amigo mío—dijo—.

Cuénteme algo de él, de sus últimos días, de sus últimas palabras...

—Mire usted, señora: ayer tarde vinieron dos caballeros... Tuvieron con él una larga conversación. Me dijo que le ofrecían la plaza de gerente de una gran empresa; salió a hablar por teléfono y volvió muy contento. Cuando se fueron los dos señores, se puso a escribir una carta y fué a echarla después al correo. A los pocos minutos de