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"No tengo yo la culpa, Vera Nicolaievna, de que Dios haya querido inspirarme como una felicidad inmensa el amor a usted. No sé por qué, pero nada me interesa en la vida: ni la política, ni la ciencia, ni la filosofía, ni la idea de hacer feliz a la humanidad. Así es que mi vida entera estaba reconcentrada en usted.

Advierto ahora que yo había entrado en su vida de usted como una cuña aguda y molesta. Si puede usted, perdóneme. Hoy parto y no volveré nunca, y nada ya la hablará a usted de mí.

Le estoy a usted infinitamente agradecido por el mero hecho de existir. He sondeado cuidadosamente mi alma, y puedo asegurar que no es una locura, una idea fija lo que la turba, sino el amor en que Dios la ha inflamado para hacerme feliz.

Harto se me alcanza que soy un ser ridículo a sus ojos de usted y a los de su hermano Nicolás Nicolaievich. A partir, le doy a Dios ardientes gracias por todo.

Hace ocho años que la vi a usted en un palco del circo, y en seguida me dije: La amo porque no hay nada en el mundo que se le parezca y porque es más bella que todas las demás criaturas del mundo. En ella se encarna toda la belleza de la tierra. ¿Qué puedo hacer? ¿Huir? ¿Trasladarme a otra ciudad? No serviría de nada; mi corazón seguiría siempre lleno de usted, a sus plantas; tɔdos los momentos de mi vida estarían ocupados por su recuerdo de usted; mis pensamientos, mis sueños, estarían consagrados a usted.