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de la ciudad, como ha dicho Nicolás Nicolaievich; pero eso no me impediría seguir amándola. Usted podría meterme en la cárcel; pero desde allí también podría yo, de vez en cuando, darle muestras de mi existencia. Como ve usted, esas medidas serían inútiles. Sólo queda un remedio: que yo desaparezca de la vida. Y yo estoy dispuesto a morir. Acepto la muerte en la forma que a usted le plazca.

—En vez de ir al grano—dijo Nicolás poniéndose el sombrero—, estamos hablando de exquisiteces sentimentales. Y, sin embargo, la cuestión es bien clara: se le propone a usted el dilema de renunciar definitivamente a la persecución de la princesa, o atenerse a las consecuencias de su tenacidad, dada nuestra posición, nuestras relaciones, etc., etc.

Yeltkov ni le miró siquiera, aunque oyó sus palabras. Dirigiéndose siempre al príncipe, pre guntó:

Me permite usted salir diez minutos? No se lo oculto a usted: quiero hablar por teléfon» con la princesa Vera Nicolaievna. Le prometo a usted referirle nuestra conversación tan al detalle como me sea posible.

—Vaya usted—dijo Chein.

Cuando el príncipe y su cuñado se quedaron solos, Nicolás, encolerizado, protestó:

—¡Es imposible! ¡Es inadmisible! En lugar de dejarme, como te he rogado, arreglar este asunto, entablas con este insensato un diálogo sentimen-