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medio. Se le podía suponer entre los treinta y lostreinta y cinco años.

—¡Muchas gracias!—dijo sencillamente el príncipe, que le miraba con atención.

—¡Gracias!—dijo a su vez, pero más secamente, Nicolás.

Y ni uno ni otro se sentaron.

—No venimos sino por algunos minutos—empezó Nicolás—. Este señor es el príncipe Basilio Lvovich Chein, presidente de la nobleza de la región; yo soy el fiscal sustituto, Nicolás Nicolaievich. El asunto de que voy a tener en seguida el honor de hablar a usted nos concierne al príncipe y a mí, o, más bien, a la esposa del príncipe, es decir, mi hermana.

Yeltkov, terriblemente confuso, se dejó caer en el canapé, y balbuceó con los labios mortalmente pálidos:

—¡Les ruego a ustedes, señores, que se sienten!

Luego, recordando quizá que les había ya hecho, sin éxito, tal proposición, se levantó bruscamente, corrió a la ventana y volvió al mismo sitio. Sus manos, nerviosas, inquietas, ya tocaban los botones de su americana, ya su bigote rubio, ya su rostro.

—¡Estoy a las órdenes de vuestra excelencia!—dijo al fin, con voz sorda, dirigiéndole al príncipe miradas suplicantes.

Pero el príncipe callaba. Quien tomó la palabra fué su cuñado.