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La habitación, casi cuadrada, era baja de techo, pero espaciosa. La iluminaba débilmente la luz que penetraba por dos ventanitas redondas semejantes a las de los barcos. Toda ella, en conjunto, parecía un camarote de un buque mercante. Junto a una pared había una cama muy estrecha; junto a otra, un amplio canapé cubierto con un magnífico y viejo tapiz persa; en medio, una mesa con un tapete bordado a la ukrania.

En los primeros momentos, los dos visitantes apenas distinguieron la fisonomía del dueño de la habitación, que se hallaba vuelto de espaldas a la luz, y se frotaba, confuso, las manos. Era alto, delgado, de larga cabellera rubia.

—Si no me engaño, usted es el señor Yeltkov —inquirió con acento altivo Nicolás.

—Sí. Servidor de usted. Tengo mucho gusto en conocerle. Permítame presentarme.

Yeltkov dió dos pasos en dirección a Nicolás con la mano terdida. Pero el fiscal, como si no la hubiera visto, se volvió al príncipe Chein.

—¿Ves? ¿No te decía que no me engañaba?

Yeltkov, con sus dedos agudos y largos, comenzó a abotonarse y desabotonarse la americana.

Al cabo logró dominarse, y señalando al canapé y saludando torpemente, trabajosamente, con voz débil, dijo:

—Les ruego a ustedes que tomen asiento.

Ya los visitantes distinguían su fisonomía. Era muy pálido, de rostro delicado como el de una muchacha, y barbilla infantil con un agujerito en