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La escalera estaba sucia; olía a ratones, a gatos, a petróleo y a ropa mojada.

En el sexto piso el príncipe se detuvo.

—Espera un poco—le dijo a su cuñado—. Voy a descansar un instante... ¡Está muy mal, querido, lo que vamos a hacer!

Subieron aún algunos escalones, y se encontraron, por fin, ante la puerta que les habían indicado. La obscuridad era tan grande que Nicolás tuvo que encender unas cuantas cerillas para ase gurarse de que no se habían equivocado de número.

Cuando sonó la campanilla, la puerta se abrió y apareció en el umbral una mujer gruesa, canosa y con gafas. Su cuerpo hallábase encorvado, al parecer, por una enfermedad.

—¿El señor Yeltkov, está en casa?—preguntó Nicolás.

La mujer dirigió una mirada inquieta a los dos hombres. Su exterior correcto pareció tranquilizarla.

—Sí, está en su cuarto. Tengan ustedes la bondad de pasar. La primera puerta a la izquierda.

El príncipe dió tres sonoros golpes en la puerta indicada.

Se oyó un ligero movimiento, y luego una voz débil, que dijo:

—¡Adelante!