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—¡Oh, mezclar a los gendarmes!—exclamó Vera con un gesto de repugnancia.

—Tienes razón, Vera—aprobó su marido—; más vale no mezclar a nadie en este asunto. Empezarían a murmurar, a fantasear. Prefiero visitar yo mismo a ese joven—. ¿O acaso no será ya joven? Tal vez sea un señor de sesenta años... Es lo mismo, le visitaré, le devolveré el brazalete y le haré ver lo inconveniente de su conducta.

—¡Yo iré contigo!—le interrumpió bruscamente Nicolás—. Eres demasiado suave. Déjame a mí hablarle... Y ahora, amigos míos, permitidme que me vaya a mi cuarto. Tengo todavía que leer dos legajos.

Consultó su reloj y se dirigió a la puerta.

—No sé por qué, pero me da lástima ese desgraciado—dijo Vera con acento de indecisión.

—¡Haces mal en compadecerle!—contestó Nicolás—. No se lo merece. Si un hombre de nuestro círculo se hubiera, permitido una cosa seme.jante, tu marido le hubiera provocado un duelo. Y si no lo hubiera hecho él, lo hubiera hecho yo. Con tu telegrafista, naturalmente, no podemos batirnos. En otra época me hubiera limitado a ordenar a la servidumbre que se lo llevase a la cuadra y le diesen unos centenares de vergajazos...

Y volviéndose a su cuñado, añadió:

—Espérame mañana en tu despacho; te telefonearé el resultado de mis indagaciones.