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—Y no comprendo por qué le llamas "mi telegrafista"—objetó Vera, animada por el apoyo de su marido—. No tienes ningún motivo para eso.

—Perdón otra vez. Sólo quiero decir que hay que poner fin, cueste lo que cueste, a esas tonterías. Creo que el asunto toma un sesgo más grave, y que no podéis ya contentaros con bromas y caricaturas. Creed que lo único que me preocupa es tu buen nombre, Vera, y el tuyo, Basilio Lvovich.

—Sí; pero me parece que tomas la cosa muy por lo trágico dijo el príncipe.

—Tal vez. Vosotros estáis abocados a poneros en una situación ridícula.

—¿Cómo?—preguntó el príncipe.

—Pues muy sencillamente. Figúrate que...—Nicolás cogió de la mesa el estuche con el brazalete y lo dejó de nuevo en su sitio con un gesto de desagrado—que este objeto monstruoso se queda aquí o lo tiramos o se lo damos a la doncella. El telegrafista puede vanagloriarse ante todo el mundo de que la princesa Vera Nicolaievna Cheina acepta sus regalos, y animarse, además, para hacerle otros. Acaso mañana le envíe una sortija de brillantes, y pasado un collar de perlas, y el mejor día sea detenido por robo o por desfalco. Enentonces los príncipes Chein figurarían en el proceso entre los testigos... ¡Sería precioso!

—¡No; hay que devolver ese brazalete!—exclamó el príncipe.