El automóvil dejó a Vera en su casa y volvió a partir conduciendo al viejo general, a Ana con su marido y al teniente Bajtinsky.
IX
Vera subió, malhumorada, a la terraza, y entó en la casa. Desde lejos oyó la penetrante voz de su hermano Nicolás y le vió pasearse nerviosamente. Su marido, Basilio Lvovich, estaba sentado junto a la mesa, baja la gran cabeza rubia y rapada.
—¡Hace mucho tiempo que vengo diciéndolo!
—gritaba Nicolás con acento de enojo—. ¡Hace mucho tiempo que insisto en que se les debe poner fin a esas cartas imbéciles! Ya antes de que Vera se casara contigo os divertíais con las cartas de ese telegrafista, no viendo en ellas sino el lado cómico... A propósito; aquí está Vera.
Se volvió a su hermana y continuó:
—Hablábamos, Verita, de tu telegrafista, que no deja de perseguirte. A mí me parece inadmisible esa correspondencia.
—No hay tal correspondencia—rectificó fríamente el príncipe. Sólo escribe él. Vera no toma parte.
Vera se ruborizó y se sentó en el canapé, a la sombra de las plantas.
—Perdón, no me he expresado bien—dijo Nicolás.