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conocía de nombre, pues se limitaba a escribirle, firmando sus iniciales, G. S. Y., y una vez le había escrito que era empleado público, sin mencionar el telégrafo. Debía de vigilarla sin cesar, pues le decía en sus cartas dónde pasaba las tardes, en qué compañía y con qué "toilette". Sus cartas, al principio, eran algo vulgares, llenas de protestas de amor, aunque muy respetuosas. Pero una vez ella le escribió—era un secreto para todos—rogándole que diese fin a sus declaraciones. Desde entonces no le había escrito sino raras veces—en Pascua, en Año Nuevo, el día de su cumpleaños, y sin hablarle de amor.

Vera le contó al general que acababa de recibir un brazalete acompañado de una carta.

—Sí—dijo Anosov cuando ella acabó su relato—, es posible que no se trate sino de un maniatico, de un anormal; pero... ¿quién sabe? Puede también que sea un verdadero amor ideal que hayas encontrado en tu camino, ese amor con que sueñan siempre las mujeres, y de que no son capaces los hombres... Pero me parece que veo acercarse unas linternas. Debe de ser el automóvil.

En aquel instante, en efecto, dos linternas de acetileno iluminaron el camino, y el silbido agudo de una sirena horadó el silencio de la noche.

El marido de Ana llegaba.

El general se despidió:

—Hasta la vista, Verita. Ahora vendré con más frecuencia.