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ca, y de doscientos hombres sólo le quedaron catorce, a los que, herido y todo, continuó mandando. Pero su mujer era para él un ser superior, y por serle agradable aceptaba todas las humillaciones. Cuidaba como una madre al tenientillo, le abrigaba con su propio capote para que no se enfriase, le reemplazaba en el servicio mientras jugaba a las cartas. Pero Vichniacov contrajo unas fiebres tifoideas y falleció en el hospital. Aunque me dé vergüenza, he de confesarte que a todos nos regocijó la noticia...

—¿Y las mujeres? ¿Ha encontrado usted mujeres que sepan amar con amor verdadero?

—¡Oh, si! Y te diré más: estoy seguro de que la mujer es capaz, por amor, de grandes sacrificios. El instinto de la maternidad la impulsa hasta al heroísmo. Cuando ama, el amor es para ella toda la vida, todo el universo. No tiene ella la culpa de que el amor se haya convertido en una cosa tan trivial, en un pasatiempo. La culpa la tienen los hombres, que, a los veinte años, ya tienen el alma gastada y son incapaces de grandes pasiones, de heroísmos en aras del amor, que no saben lo que es el verdadero cariño, la verdadera ternura y la adoración de la mujer. Se nos asegura que en los tiempos antiguos los hombres sabían amar. Tal vez. Al menos, los espíritus selectos de la humanidad—los poetas, los novelistas, los artistas han soñado siempre con el verdadero amor. Hace poco he leído le historia de Manon Lescaut... ¡Qué conmovedora es! Te confieso que