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guos amantes. Peró el pobre muchacho no podía olvidarla. La seguía siempre como su sombra. Se puso delgado, languideció. Hablando en estilo elevado, llevaba la muerte en el alma. Los celos le atormentaban atrozmente, y se pasaba noches enteras bajo la ventana de la Mesalina. Un día se organizó en el regimiento una jira, y, como ocurre siempre en esos casos, se bebió bastante. Ya de noche, los excursionistas volvían a pie a la ciudad. De pronto, un tren de mercancías apareció ante ellos subiendo lentamente una cuesta muy pina. Cuando el tren estuvo muy cerca, la Mesalina le dijo al oído al joven oficial: "Usted estä hablándome siempre de su gran amor, y si yo le mandase que se tirase bajo el tren, no lo haría usted." Y él, sin contestar una palabra, echó a correr y se dejó caer en la vía de modo que el tren al pasar le dividiese en dos; pero un idiota intentó salvarle, y el loco, rechazándole, se asi a un riel con entrambas manos, y, naturalmente, las ruedas del tren se las cortaron.

—¡Qué horror!—exclamó Vera.

—Excuso decirte que tuvo que dejar el servicio. Los compañeros le dieron dinero para que se mar chase, pues no podía permanecer en la ciudad después de aquel drama. Se había perdido por completo. No siéndolo posible ganarse la vida, se de ES Y E dicó a la mendicidad... Después supe que había muerto helado a orillas del Neva.

Vera suspiró.

Hubo una breve pausa.

El brazalete
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