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breaban largas pestañas; se ruborizaba a cada instante. Sus mejillas eran sonrosadas; su cuello, cándido; sus manos, sedosas y tibias. Me parece que la tentación, para un mozo como yo, no era pequeña... Mientras estaba junto a ella, su papá y su mamá vagaban en torno nuestro, nos espíaban. escondidos detrás de las puertas; me miraba siempre con ojos tristes y devotos de perro. Cuando estábamos tomando el te, ella me tocaba, como sin querer, con la pierna por debajo de la mesa.

¿Te parece poco, chiquita? ¡Sobraba! Era una farsa admirablemente representada, en la que a mí me habían adjudicado el papel de tonto. Un día me presenté a su papá: "Querido Nikita Antonovich, vengo a pedir a usted la mano de su hija.

Crea usted que la noble joven...", etc. etc. Naturalmente, el buen papá tenía ya las lágrimas en los ojos, como preparadas de antemano, y se apresuró a cubrirme de besos paternales. "Lo sospechaba ya, querido, hacía mucho tiempo... Dios le bendiga a usted... Prométame guardar bien ese tesoro..." Bueno, a los tres meses, aquel tesoro se paseaba por la casa envuelta en un sucio peinador, en zapatillas, sin medias, con una porción de papelitos en la cabeza para que se le rizara el pelo, y les armaba unos escándalos terribles, dig..nos de una verdulera, a la cocinera y al ordenanza; coqueteaba impúdicamente con mis compañeros, hacía mil cursilerías y ceceaba... En sociedad, no sé por qué, me llamaba "Jacques", de un modo canoro y lánguido: "Ja—a—a—cques". Era derrocha-