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—¡Vamos! Eso no es una novela, es una sencilla aventura de vivac de un oficial.

—No sé, señora; acaso tenga usted razón. Yo pensaba que aquello era un verdadero amor.

—No diga usted eso. ¿No ha sentido usted en su vida un verdadero amor..., un amor..., en fin, santo, eterno, divino?

—A la verdad, no puedo decírselo a usted—dijo el anciano levantándose del sillón—. Me parece que no. Cuando joven no tenía yo tiempo de eso.

Las hazañas de la mocedad, las cartas, la guerra, me absorbían por entero. Se me antojaba en aquel tiempo que iba a ser eternamente joven y pujante, y un día muy triste para mí advertí, de pronto, que era viejo y que no valía ya nada... Y ahora, hijas mías, dejadme irme... Voy a despedirme de todos.

Y dirigiéndose a Bajtinsky, añadió:

—Hace una hermosa noche. Salgamos, si le parece a usted, al encuentro del automóvil.

—¡Yo iré con usted, abuelo!—exclamó Ana.

—Y yo también!—manifestó Vera.

Antes de salir, la princesa se acercó a su marido y le dijo en voz baja:

—Ve a mi cuarto... En el cajón de mi mesa verás un estuche de terciopelo rojo con una carta dentro. Léela.