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—Cuéntenos usted eso—pidieron las dos hermanas.

Los relatos del viejo general las entusiasmabar aún como cuando eran niñas. Ana hasta colocó, a la manera de una niña, ambos codos sobre la mesa y apoyó la cabeza en las manos. Existía un encanto particular en los relatos serenos e ingenuo del anciano. Su estilo, un poco tosco, recordaba el de ciertos libros antiguos.

—No es muy largo de contar—dijo—. Era en los Balkanes, en la célebre montaña Chipka, en pleno invierno. Yo estaba ligeramente herido en la cabeza. Vivía con otros tres oficiales en una es.pecie de caverna. Una mañana me sucedió una cosa horrible: me levanté, y de pronto se me antojó que yo no era Jacobo, sino Nicolás. En vano me esforzaba en convencerme de que no era Nicolás, sino Jacobo. Pensé que me había vuelto loco, y empecé a pedir a grandes voces agua fría. Me vertí un cubo en la cabeza, y, al fin, recobré la razón.

—¡Cuántos éxitos amorosos habrá tenido usted!—dijo la pianista Yenny Reiter—. Debe usted de haber sido muy guapo en su juventud.

—¡El abuelo sigue siendo guapo!—protestó Ana.

—Yo no era guapo—contestó con una sonrisa serena el general—; pero gustaba. En Bucarest también me ocurrió una aventura conmovedora. Me alojaron en una casa donde había una muchacha muy linda. Pues bien: desde el primer mo-