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El profesor Spechnicov, el vicegobernador y el coronel Ponomarev, habían sido llevados a la estación hacía rato, en automóvil, por el marido de Ana.

Los demás invitados estaban sentados en la terraza. Las dos hermanas habían obligado al ge neral Anosov, a pesar de todas sus protestas, a ponerse el gabán y envolverse las piernas en una manta de viaje. Habían colocado al alcance de sa mano una botella de "Pommard", su vino preferido, y ambas se habían sentado junto a él, cada una a un lado. Le rodeaban cariñosamente de pequeños cuidados, le llenaban el vaso de vino, le encendían cerillas... El viejo general parecía por completo feliz.

—Sí, ya llega el otoño, chiquitas—decía, mirando, pensativo, la llama de la bujía y sacudiendo la senil cabeza—, el otoño... Se ha acabado el verano. ¡Qué lástima tener que irme! Se estará tan bien aquí, junto al mar, en medio de esta calma...

—¿Y qué le impide a usted quedarse con nosotros?—preguntó Vera.

—No puedo, querida; no tengo derecho a descuidar mi servicio. Yo me quedaría muy gustoso, eso no hay que decirlo... ¡Qué perfume! Adoro e!

perfume de las flores de otoño..., sobre todo el de las rosas tardías...

Vera cogió de un vasito dos rosas, una rosa y otra escarlata, y se las colocó al general en la solapa del gabán.

—Gracias, Verita.