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—...Elevar su moral, despertar en su alma la conciencia del deber... Comprende usted? Pues bien, figúrese que nos llevan diariamente docenas, centenares de niños, pero... ¡no hay entre ellos niños viciosos! Cuando una les pregunta a los padres si el niño que llevan es vicioso, se creen insultados, ofendidos. Bueno, el asilo se ha abierto, se ha inaugurado solemnemente, todo está dispuesto para recibir a los niños viciosos; pero... ¡no hay ni uno! Y el establecimiento sigue vacío... Sólo queda un medio: anunciar un premio para cada niño vicioso...

—Ana Nicolaievna—interrumpió con tono grave y rendido el oficial—, ¿para qué distribuir premios? Tómenme ustedes a mí como pensionista de asilo. Le garantizo a usted que en el mundo entero no se encontrará un niño más vicios, que yo.

—¡Por Dios, señor! ¡Es imposible hablar con usted de cosas serias!—dijo Ana riendo, derribada la cabeza sobre el respaldo del sofá y brillantes los bellos ojos.

El príncipe Basilio Lvovich, sentado ante una gran mesa redonda, enseñaba a su hermana, al general Asonov ya su cuñado un álbum humorístico que llenaban sus propios dibujos. Los cuatre se reían a carcajadas. Su regocijo atrajo a la mesa a todos los demás invitados que no jugaban a las cartas.

El álbum era a modo de un suplemento ilustrado de los relatos humorísticos del príncipe Basi-