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Hubo que empezar por enseñarle a jugar, mas aprendió bastante pronto, y media hora después todas las fichas habían ido a parar a sus manos.

¡Es usted terrible!—le dijo Ana, cómicamente encolerizada—. Ni siquiera nos ha dado usted tiempo para emocionarnos un poco.

Tres invitados el profesor Spechnicov, el coronel y el vicegobernador, un alemán muy cortésde pocos alcances y nada ameno preocupaban sobre todo a Vera; se aburrían y no sabía qué hacer para distraerlos un poco. Por fin organizóespecialmente para ellos, una partida aparte, a la que invitó, como cuarto jugador, al marido de Ana, la que le manifestó su agradecimiento con una guiñadura de ojos imperceptible para los demás, pero que Vera advirtió al punto; de no haberle invitado, hubiera seguido toda la tarde como una sombra a su mujer, aburriéndola con sus miradas amorosas y poniéndola de mal humor.

Así todo marchaba a las mil maravillas. La velada se deslizaba dulcemente y con animación.

Se jugaba, se charlaba. El Don Juan Vasiuchok cantaba a media voz, acompañado al piano por Yenny Reiter, canciones populares italianas y canciones orientales de Rubinstein. Su voz, aunque no muy extensa, era de un timbre bastante agradable. Yenny Reiter, pianista de muchas pretensiones, le acompañaba siempre con gusto. Verdad es que, según se decía, Vasiuchok le hacía la corte.

Sentada en el canapé, Ana bromeaba con ei -