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¡Imposible, señora! Hace mucho tiempo que se ha ido. Era a mitad de la comida, y no me atreví a molestar a usted. Hace lo menos media hora que se marchó.

—Bueno, puede usted retirarse.

La princesa cogió las tijeras, cortó la cinta y la tiró al cesto con el papel en que estaba escrita su dirección. Tenía en la mano un estuche de terciopelo rojo. Levantó la tapa, forrada de seda azul pálido, y vió, destacándose sobre un fondo de terciopelo negro, un brazalete oval de oro y un papelito cuidadosamente doblado.

Se apresuró a desdoblar el papelito. Le parecía haber visto ya alguna vez aquella letra; pero como mujer que era, antes de leer la misiva examinó la alhaja. Era el brazalete de un oro mediano, muy gruesó, pero hueco, y lo cubrían pequeños rubíes antiguos, mal tallados. Mas había en medio, alrededor de una extraña piedrecita verde, cinco rubíes de verdadera belleza, cada uno del tamaño de un guisante. Cuando Vera, de un modo fortuito, los volvió hacia la lámpara eléc trica, brillaron con magníficos fulgores rojos.

—Parecen de sangre—se dijo con angustia.

Luego se acordó de la carta y empezó a leerla.

He aquí lo que una mano, casi de pendolista, había escrito en ella:

"A su excelencia la princesa Vera Nicolaievna.

Distinguida señora: dirigiéndole mis saludos más respetuosos con motivo de su cumpleaños, me