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ley severa había sido introducida principalmente en consideración a Ana y Vera, que jugaban con sobrada pasión y hubieran sido capaces de perder fuertes sumas. En virtud de tal reglamento, el dinero perdido por todos los jugadores no pasaba nunca de doscientos rublos por velada.

Aquella noche Vera no quiso jugar. Cuando todos se hubieron sentado a la mesa de juego, salio a la terraza, donde se preparaba la mesa para ei te; pero en el mismo instante, Dacha, su doncella, la llamó de un modo misterioso.

—¿Qué significa esto? — preguntó Vera con enojo, pasando en compañía de Dacha a su gabinetito de junto a la alcoba—. ¿Por qué pone usted esa cara de estúpida? ¿Qué tiene usted en la mano?

Dacha dejó sobre la mesa un paquetito cua drado, envuelto en papel blanco y atado con una cinta color rosa.

—No es culpa mía, excelencia — dijo Dacha, ofendida por las palabras de Vera, y poniéndose colorada. Llegó y dijo...

—¿Quién?

—Un mozo... con gorra encarnada...

—¿Y qué?

—Entró en la cocina y puso este paquete encima de la mesa, diciendo: "Entregue usted esto 3 la señora, pero en su propia mano." Yo le pregunté: "¿De parte de quién?" Y él me contestó:

"Ahí lo dice", y se fué.

—¡Llámele usted en seguida!