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dama era el hombre más honrado y casto del mundo y que, por consiguiente, no había motivo alguno de divorcio.

Después de esta historia, el príncipe contó otra cuyo héroe era el marido de Ana, más cómica aún.

Todos se rieron mucho, el héroe de la anécdota más que ninguno. Aquel hombre delgado, de cara de muerto y ojos profundos, amaba tan locamente a su mujer como al día siguiente de su bodaprocuraba siempre sentarse junto a ella y tocarla y le hacía la corte con tal asiduidad que daba pena verle.

Al levantarse de la mesa, Vera Nicolaievna contó maquinalmente los comensales, cuyo número ascendía a trece. Era supersticiosa y se pusc triste. "Debía haberlos contado antes de sentarnos a la mesa—se dijo con descontento. Además, mi marido debía haberme dicho por teléfono cuántas personas había invitado a comer..." En casa de Vera, lo mismo que en casa de Ana, se ponían siempre, después de comer, a jugar a las cartas. A las dos hermanas les gustaban con locura los juegos de azar. En una y otra casa existía ya, en lo tocante al juego, una especie de tradición: todos los jugadores recibían un número determinado de fichas de hueso, cada una de las cuales tenía su valor, y el juego duraba hast que todas las fichas pasaban a manos de un solo jugador; entonces el juego cesaba, aunque todos los jugadores insistiesen en seguir jugando. Esta