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En aquella ciudad conoció a los Tuganovsky—tal era el nombre de la familia de Ana y Vera, no tardando en aficionarse de tal modo a las niñas, que no podía pasar un día sin verlas. Cuando las niñas estaban fuera o las exigencias de su propio servicio le impedían visitarlas. se ponía de un humor endiablado y se aburría de un modo horrible en los vastos aposentos de su casa. Todos los veranos pedía licencia y se pasaba un mes entero en la finca de los Tuganovsky, distante de la ciudad cincuenta verstas.

Consideraba a las dos niñas como sus propias hijas. Aunque había sido casado, casi no se acordaba ya. Su mujer se había escapado con un tenor de ópera, enamorada de su chaqueta de terciopelo y de sus puños de encaje. El general le envió dinero hasta su muerte; pero cuando manifestó el deseo de volver con él, se negó terminantemente, a pesar de todos sus ruegos.

No había tenido hijos de aquel matrimonio.

V

Contra todas las previsiones, la noche era tan apacible, que ni el más leve soplo de viento agitaba la llama de las bujías encendidas en la terraza.

Durante la comida, el marido de Vera, el príncipe Basilio Lvovich, hizo los delicias de todos con sus relatos. Tenía una manera de narrar singular