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Como muchos sordos, era un gran aficionado a la ópera. A veces, cuando los artistas estaban cantando un dúo suave y sentimental, gritaba de pronto con su voz de bajo:

—¡Diablo, está muy bien!

Todo el público se esforzaba en contener la risa; pero el general no se daba cuenta: creía ingenuamente haberle hecho a su vecino una observación en voz queda, casi murmurando.

En cumplimiento de su deber de comandantevisitaba con mucha frecuencia, siempre acompañado de sus dos perros, la prisión militar, donde se encontraban los oficiales arrestados. Los ofi ciales lo pasaban allí muy bien; jugaban a las cartas, tomaban te en alegre tertulia, contaban anécdotas. El arresto era para ellos un descanso de las fatigas del servicio.

El general le preguntaba a cada oficial por qué estaba arrestado, por quién y por cuánto tiemp:

A veces elogiaba la conducta del oficial, castigado por un delito a todas luces contrario a las leyes; en cambio, a veces, empezaba a reñirle con tales voces que se le oía desde la calle. Pero, después de gritar así un rato, olvidaba su cólera y le preguntaba al oficial si tenía bastante dinero para hacerse llevar la comida de la ciudad, en sustitución de los poco apetitosos alimentos que les daban en la prisión. Y si se enteraba de que el oficial, escaso de blanca, no podía permitirse tal lujo, ordenaba se le llevase todos los días la comida de su propia casa, que se hallaba a doscientos pasos.