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los últimos cincuenta años, excepto en la del Japón, en la que la hubiera tomado también de buena gana, pero a la que no le habían llamado.

Durante su larga carrera no le había pegado a ningún soldado. En la insurrección polaca de 1863 se negó terminantemente a fusilar a los prisioneros, a pesar de la orden de su jefe.

—Si fueran espías—manifestó—, los fusilaría por mi propia mano; pero me niego en absoluto a fusilar prisioneros.

Lo dijo de un modo tan sencillo y al mismo tiempo tan respetuoso, mirando a su jefe con una mirada franca y firme, que, en vez de mandarle fusilar por desobediencia, le dejaron en paz.

Ya viejo, enfermo, sordo, mutilada una pierna por una explosión de obús, fué nombrado comandante de una fortaleza de segundo orden. Era un puesto casi honorario, del que dependía en muy pequeña parte la seguridad del Estado. Todo el mundo conocía en la ciudad al viejo general, cuyas costumbres, debilidades y manera de vestir hacían gracia. Se paseaba por las calles sin armas, con una levita pasada de moda, una gorra enorme, de visera ancha y recta, un bastón en la mano derecha y una trompetilla acústica en la izquierda, acompañado de dos grandes y perezosos bulldogs con la lengua fuera. Si durante el pasen se encontraba a algún conocido, los transeuntes oían desde lejos su voz atronadora, a la que se mezclaba el ladrido furioso de los dos perros.