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dísimo, con una enorme barbilla afeitada; VonZek, vicegobernador de la provincia. En fin, ya muy tarde, llegó en un hermoso landeau el general Anosov, acompañado de dos oficiales: el coronel de Estado Mayor Ponomarev, un hombre gastado, envejecido prematuramente por el abrumador trabajo oficinesco, y el teniente de la Guardia Imperial Bajtinsky, considerado en Petrogrado uno de los mejores bailarines y directores de cotillón.

El general Anosov, un viejo fornido, de cabellos plateados, bajó pesadamente del coche. En la mano derecha llevaba un tubo que se colocaba a cada instante ante la oreja—pues era muy sordo—, y en la mano derecha, un bastón con contera de goma. Su ancho rostro rojo, de gruesa nariz y ojos hinchados, risueños y un si es o no es irónicos, tenía una expresión a la vez dulce y majestuosa, muy común entre los hombres sencillos y valientes que han arrostrado todo género de peligros y expuesto a menudo la vida.

Las dos hermanas, que le habían reconocido desde lejos, corrieron a su encuentro. Llegaron a tiempo de sostenerle, medio en broma medio en serio, cada una por un brazo.

—¡Como un arzobispo!—dijo el general con voz de bajo y tono de chanza.

Querido abuelito!—dijo Vera con dulce reproche. ¡Le esperamos todos los días y no viene nunca!

—El abuelo se ha vuelto aquí, en el Mediodía,