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Y se marcharon, riéndose a carcajadas.

Subí de nuevo a casa y me tendí en el canapé.

Abrigaba una vaga esperanza de que se arrepintieran de sus crueles palabras y enviaran a alguien en mi busca, pero no iba nadie.

Por espacio de dos o tres horas, lloré lágrimas de furia impotente. Mi lecho de Procustes me ha.cía ver las estrellas. Me levanté, al cabo, lleno de odio al endiablado canapé.

Reuní algunas cajas de sombreros vacías, las llené de periódicos viejos, que rocié de petróleo, las puse debajo del canapé y les apliqué una cerilla. Obraba como un autómata, sin darme cuenta de mis actos... Perdí el conocimiento...

Cuando volví en mí, toda la habitación estaba ya ardiendo. Lleno de horror, me puse a gritar: "¡Socorro! Lo demás lo saben ustedes, señores jurados."

FIN