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los insultos, todas las humillaciones desfilaban por mi memoria. Yo los analizaba durante la noche con una especie de voluptuosidad de la que no es capaz sino el alma de un hombre desgraciado,humillado y despreciado. Y experimentaba por segunda vez todos los sufrimientos del día, al resucitar en mi espíritu todos los detalles terribles.

Los amigos del conde, cuando pasaban por delante de mi canapé, se complacían en bromear malévolamente. Le llamaban "el lecho de Procustes".

El día que cometí el crimen, uno de ellos, el señor Lbov, invitó al "restaurant" a todos los camaradas, para festejar una herencia con que acababa de ser favorecido. Yo me apresuré a vestirme para ir también con ellos. Cuando estábamos ya en la escalera, empujé, sin querer, con el codo al señor Lbov. Como es natural, me excusé..

—¡No tiene importancia!—contestó.

Luego añadió, de pronto:

—Además, hace usted mal en molestarse; puede usted quedarse en casa. Nadie le ha convidado....

Yo me paré en seco, abrumado por tan crueles palabras.

Los invitados bajaban la escalera con gran algarabía. Uno de ellos se volvió hacia mí y me gritó:

—Vaya usted a acostarse a su lecho de Procustes.

Otro añadió:

—Allí nadie le molestará.