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los asistentes me interrumpía. Todos volvían la cabeza a otro lado, y en vano comenzaba yo, por décima vez, la misma frase buscando con los ojosalguien que me atendiese: todos evitaban mirarme.

El resto de la noche era aún más terrible. Yo dormía en un cuartito angosto que más bien parecía un pasillo. Un viejo canapé con el forro lleno de agujeros, una giba en medio y los muelles en un estado lastimoso me servía de cama. Como le faltaban dos patas, yo las había reemplazado con mi maleta.

¡Cómo odiaba aquel canapé! Ningún ser viviente me ha inspirado un odio tan feroz como el que me inspiraba aquel miserable y viejo mueble, que ningún chamarilero hubiera querido comprar. Conforme se acercaba la hora de acostarme, un terror insoportable se iba apoderando de mí, ante el largo insomnio que me esperaba. En cuanto me tendía en el canapé, la giba se me clavaba en la espalda y los muelles me torturaban las costillas. A los cinco minutos empezaba a sentir un dolor terrible en el espinazo y en la nuca. Mi cabeza se inflamaba y mi pobre cerebro era invadido por un tropel de pensamientos febriles. Concebía planes fantásticos para el porvenir, que durante la noche se me antojaban completamente realizables, y por la mañana comprendía que no eran sino insensateces.

Todas las impresiones del día, todas las palabras pronunciadas por mí o por los demás, todos