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plorando mentalmente la ayuda de Dios. Como sucede casi siempre en casos semejantes, perdía en lugar de ganar, y perdía más que todos los otros.

Cuando se acababa el juego y los jugadores arreglaban las cuentas, yo no osaba levantar los ojos, rojo de vergüenza. Cuando ya no era posible guardar silencio, decía, esforzándome en dar a ni voz una expresión de indiferencia:

—Conde... haga el favor... en este momento me encuentro sin dinero... Tenga la bondad de pagar por mí... mañana le devolveré...

Naturalmente, nadie tomaba en serio la prome sa: todos sabían que ni mañana ni pasado ma ñana podría yo pagar la deuda.

Ocurría a veces que el conde y sus amigos se iban por la noche a un "restaurant" y luego a un prostíbulo. Me invitaban por mera fórmula, haciéndome comprender bien claro que lo mejor sería que me quedara en casa. Aunque no me cabía duda de que, si rehusaba, no repetirían su invitación, no tenía bastante voluntad para decir:

"No voy". Y lo que era más grave, corría antes que nadie al recibidor a ponerme. el gabán, como si temiese que se fueran sin mí.

Durante la cena se decían chistes y obscenidades. Yo me creía en el deber de reír, aunque lo hacía de tan buena gana como un perro sabio.

Si yo hubiera dicho una gracia o hubiera tenido una ocurrencia feliz, no hubiera habido nadie que me escuchase. Apenas abría yo la boca, alguno de