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A veces el conde me regalaba uno de sus trajes usados, y yo no me atrevía a rehusarlo. Los trajes eran elegantes, pero me estaban anchos. Un amigo del conde, un sinvergüenza y un rastacuera), me gritó una vez, riendo cínicamente:

—Señor Fedorov, veo que le viste a usted el mismo sastre que al conde.

Ninguno de los concurrentes asiduos a la casa me llamaba nunca por mi patronímico. El conde se olvidaba siempre de presentarme a sus invitados, la mayoría de los cuales vivían, como yo, de su generosidad; pero sabían darse tono y le trataban de igual a igual, mientras que yo, por culpa de mi timidez, me veía siempre en un plano inferior. Me odiaban con un odio de gente vil, no queriendo que otro gozase, como ellos, del favor del amo.

La servidumbre me trataba con la altiva insulencia que caracteriza a casi todos los lacayos En la mesa se distraía con frecuencia y no me servía algunos platos. En sus palabras y miradas yo advertía el profundo desprecio de los que trabajan por los parásitos. No me atrevía nunca a decirles que arreglasen mi cuarto ni que cepilla.sen mi ropa.

Por la noche solía jugarse a las cartas en casa del conde. Cuando faltaba un contendiente, el conde me invitaba a jugar también. Aunque no tenía nunca un cuarto, aceptaba la invitación, de.seando con toda mi alma ganar. Jugaba con avidez, calculando, arriesgándome, a veces hasta im-