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Los jurados simularon una gran atención; los jueces se pusieron a dibujar, en las hojas de papel que había ante ellos, cabezas de mujeres y de animales; el público guardó un silencio expectante.

El acusado comenzó a hablar.

—Cuando llegué, a principios del año pasado, a esta ciudad, no había decidido nada respecto a mi porvenir. Nunca había tenido suerte: se diría que había nacido desgraciado. No había tenido níngún éxito, y a la edad de cuarenta años era tan impotente y falto de sentido práctico como en mi juventud.

Me dirigí al conde Vencepolsky, rogándole que me buscase un empleo cualquiera. El conde era pariente lejano de mi madre, muerta hace muchos años, lo que me movió a dirigirme a él. Hombre desprendido y generoso, como no pudiese er.contrar nada, por el momento, para mí, me ofreció, mientras mis asuntos no se arreglasen, la hospitalidad en su casa.

Acepté. Al principio, tuvo para mí algunas atenciones; pero no tardó en cansarse de mi presencia y dejó en absoluto de hacerme caso. Me miraba como se mira un mueble que se ha adquirido la costumbre de tener siempre ante los ojos.

Entonces comenzó para mí una vida de parásito llena de las humillaciones más amargas, de cólera impotente, de palabras halagadores y de sonrisas falsas.

Para comprender todo el horror de semejante vida es necesaria la experiencia personal. La gen-