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trado indiferente y no había manifestado casi ningún interés por su proceso. El conjunto solemne, casi abrumador, de la sala; los uniformes dorados de los jueces, el tapete rojo de la mesa del tribunal, las enormes ventanas, los majestuosos retratos de las paredes, el público agolpado ante la baranda, los ujieres severos, los jurados conscientes de su dignidad y graves en extremo, ab.itían e intimidaban al pobre hombre, que se sentía como bajo las ruedas de una máquina gigantesca e implacable, cuya marcha vertiginosa no pudiera interrumpir ninguna fuerza humana.

No pocas veces, durante el discurso de su defensor, hubiera gritado: "¡No es eso, señor abɔgado! Sucedió de otro modo. Cállese usted, y déjeme contar a mí la historia de mi crimen." ¡Oh, él habría podido contar, en términos claros y conmovedores, cuanto había sentido y pensado!

Pero la máquina judicial seguía su curso rápido, regular, y parecía inútil toda resistencia a aquel monstruo frío e implacable.

Sin embargo, las últimas palabras del presidente despertaron en el corazón del acusado la energía desesperada que suelen mostrar algunos hombres en los momentos más graves de su vida y que hace luchar al condenado a muerte con el verdugo que le anuda la soga al cuello.

Y con voz suplicante gritó:

—Sí, señor presidente! En nombre de Dios Todopoderoso, escúcheme usted... Permítame contárselo todo,