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lera, al de Sumilov, y dijo con los labios pálidos y trémulos:

¡Sí, es mi amante!

Se oyó un disparo de revólver, sonó después un grito desesperado de mujer, luego sonaron otro disparo y otros gritos...

Acudió gente, presurosa.

La señorita Ducroix estaba aún viva; tendida en el suelo, en un charco de sangre, lanzaba gemidos lastimeros. Sumilov yacía junto a ella, boca abajo, con la cabeza ensangrentada sobre el borde de su vestido. El hombro izquierdo del mancebo se estremecía de cuando en cuando, como el ala de un pájaro malherido por un cazador.