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Había tanta decisión en su acento y en la expresión de su semblante, que ella obedeció a su pesar.

—Bueno, sígame usted—le dijo, dirigiéndose a su tocador. Pero tenga entendido que es nuestra última entrevista.

En la semiobscuridad del tocador volvió él a cogerle la mano, que la cantatriz retiró bruscamente.

—¡La amo a usted con locura!—exclamó el joven. ¡Tenga piedad de mí!

—¿Es eso todo lo que quería usted decirme?

—Sí, eso es... O, mejor dicho, no... Ni yo mismo sé lo que hablo... Me paso las noches sin dormir...

¿Por qué hace usted eso conmigo?

Ella prorrumpió en una risa insolente, en una risa artificial de actriz consumada:

—¡Tiene gracia! ¿Ha venido usted, por lo visto, a hacerme reproches?... ¡Ja, ja, ja!

En aquel momento se oyó en el salón una tos contenida.

—¿Quién es ese señor?—preguntó brutalmente Sumilov.

—¿Acaso tengo que darle a usted cuenta de mis relaciones?—replicó la artista encogiéndose de hombros.

Sumilov sintió de repente un acceso de furia.

—Diga usted, & quién es ese señor? ¿Es su amante de usted? ¡Responda usted al punto!

Ah!, ¿quiere usted saberlo? Bueno...

La artista acercó su rostro, contraído por la có-