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La señorita Ducroix suspiró y atrajo hacia su rostro la cabeza de Sumilov. Sus labios húmedos quemaban.

VI

—¿La señorita Ducroix está en su cuarto?

—No, ha salido.

—Puede que no la haya usted visto entrar.

¿Quizá haya vuelto ya?

El grueso suizo de rostro rojo, mofletudo y sɔ ñoliento, montó en cólera.

¡Cómo no la he de ver, siendo ésa mi obligación? Y luego, ¿a qué diablos viene usted?

Hace diez días que está usted dándonos la lata ..

Se le dice que la señorita no está, la cosa me parece bien clara. No quiere verle a usted, y a eso se reduce todo...

Sumilov se apresuró a sacar su portamonedas y le tendió al suizo un rublo. El otro, entonces, cambió de humor.

—Cerciórese usted, si quiere... Suba a ver; quizá esté ya en su cuarto.

Sumilov subió la escalera corriendo. Ante la puerta de la habitación de la señorita Ducroix se detuvo un instante y se llevó una mano al pecho, en el que latía furiosamente su corazón, mientras con la otra acariciaba un pequeño revólver que guardaba en el bolsillo del gabán, Luego llámo.

—Adelante—dijeron.

Con los ojos cerrados, presintiendo algo ter EL BRAZALETE SYEDICION