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tuoso, resplandeciente! Se me figuraba encontrarme suspendida en el aire. ¡Me sentía ligera comc una pluma! ¡Aquello era hermoso sobre toda ponderación! Pues bien: me vuelvo a nuestro guía, un tártaro, y le pregunto entusiasmada: "¿Verdad que esto es precioso, Seid—Obli?" El hizo una mueca de desagrado, y contestó: "¡Ah, señora!

¡Si usted supiera lo que me aburre! Lo veo todos los días..." ¡Gracias por la comparación! —dijo riendo Vera. Pero me parece que nosotros, la gente del Norte, no somos capaces de apreciar toda la belleza del mar. Yo prefiero el bosque. ¿Te acuerdas del bosque de nuestra finca? Puede una contemplarlo siempre sin cansarse. ¡Qué pinos! ¡Qué espléndida flora! ¡Qué calma! ¡Qué aire!

—A mí me es igual. Me gusta todo—respondió Ana—. Pero mi predilección es mi hermanita, mi prudente Vera. No somos más que dos en todo el mundo.

Abrazó a su hermana mayor y juntó su rostro al de ella.

Se levantó de pronto.

—¡Dios mío, estoy en Babia! Estamos tan abstraídas en nuestra estúpida conversación romántica sobre los encantos de la naturaleza, que no me he acordado hasta ahora del regalo que te traigo. Míralo. Temo que no te guste...

Ana sacó de su bolso un pequeño "carnet" encuadernado de un modo admirable: sobre un ondo de terciopelo antiguo, que el tiempo había des-