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do, la señorita Ducroix, sin soltar la mano de Sumilov. ¿Cómo se llama usted, poeta mío?

Sumilov, un poco calmado, enrojeció de nuevo.

—Me llamo Alejo.

—¿Cómo? ¿Ale...

—Alejo.

—¡Ah, como entre nosotros Alexis! Bueno, señor Alexis, en castigo de no haber querido acercarse a mí, queda usted obligado a acompañarme a casa. Voy a dar un paseíto a pie; pues si ne, tendría mañana un horrible dolor de cabeza.

V

El coche se detuvo a la puerta de un hotel de primer orden. Sumilov ayudó a la señorita Ducroix a bajar y empezó a despedirse.

Ella le miró de reojo con una mirada tierna y maliciosa y le preguntó:

—¿No sube usted un momento a ver mi jaula?

—Señora..., tendría mucho gusto, pero no me atrevo... Es tan tarde...

—¡Arriba!—mandó ella—. Quiero castigarle a usted hasta el fin.

Mientras ella, en el tocador, se cambiaba de traje, Sumilov contemplaba la habitación. Observó que la cantatriz había sabido poner en el lujo un poco vulgar del hotel ese matiz de elegancia y de coquetería de que sólo las parisienses poseen el secreto. Por todas partes se veían tapices, flores, abanicos, "bibelots" costosos. Los muebles