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¡Es muy lindo nuestro poeta! Parece una colegialita. ¡Miren, miren cómo se ruboriza! ¡Jesús, qué monada!

En efecto, miraba encantada la figura esbelta y elegante de Sumilov, su delicada faz, a la sazón como un tomate; sus suaves cabellos rubios, que caían en desorden sobre su frente. De pronto, cogiéndole la mano con una gracia deliciosa, le hizo sentarse junto a ella en el sofá.

—Por qué no quería usted acercarse a mí?

¡Es usted muy orgulloso, joven! ¡No es a la mujer a quien le corresponde dar el primer paso!

El no contestaba. Uno de los estudiantes, que no le había visto nunca en su círculo, dijo con una risita insolente:

—Señorita, nuestro compañero no entiende el francés.

Tal aseveración produjo en Sumilov el efecto de un latigazo. Se volvió hacia el estudiante, y le miró fijamente a los ojos con una mirada larga y provocativa. Luego, en francés también, pero en el francés perfecto, exquisito, que en otro tiempo era el orgullo de la aristocracia rusa le dijo:

—Hace usted mal, señor, en tomarse el trabajo de hablar por mí, tanto más cuanto que ni siquiera tengo el honor de conocerle.

Mientras hablaba así, la cólera fruncía sus cejas y ponía una sombra en sus grandes ojos az!!

les de largas pestañas.

—Bravo, bravo, joven poeta!—exclamó, rien-