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ban de disimular. La señorita Ducroix contestaba a un tiempo a media docena de estudiantes, reía a carcajadas, derribaba la cabeza sobre el res paldo del sofá de terciopelo rojo y les daba abanicazos a sus interlocutores en las manos y en los labios.

Sumilov no tenía costumbre de beber, y las dos copas que se había bebido le habían achispado un poco. Sentado en un rincón, protegiéndose con la mano los ojos contra la luz, demasiado fuerte, miraba a la señorita Ducroix con miradas entusiásticas. Estaba asombrado de la audacia de sus camaradas, que se conducían de un modo tan libre con la célebre artista. Tal audacia despertaba en él un sentimiento de envidia y de celos.

Sumilov era muy modesto, hasta tímido, tanto por naturaleza como por la educación recibida en su casa patriarcal y noble. Sus amigos le llamaban "señorita", y, en efecto, había en él una frescura de sentimientos, una candidez verdaderamente femeninas.

—¿Quién es ese señor que está en el rincón como un ratoncito ?—preguntó de pronto la señorita Ducroix, señalando a Sumilov.

—Es uno de nuestros estudiantes—contestó Biber. Se llama Sumilov.

—Debe de ser poeta... ¡Oiga, señor poeta! ¡Venga usted aquí!—gritó la cantatriz.

Sumilov se acercó, y, cohibido, se detuvo ante ella, poniéndose coloradísimo.

—¡Ay, Dios mío!—exclamó ella sonriendo—.