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xima al piano, escuchaba, con los ojos cerrados, el canto apasionado y tierno. Amaba la música con un amor extraordinario, profundo, casi morboso; la sentía con todo su cuerpo, con sus nervios, con su alma. Y cada vibración de la admirable voz de la artista penetraba en lo hondo de su ser y provocaba en él dulces estremecimientos.

A veces se le antojaba al joven que aquella voz brotaba de su propio pecho.

Cuando, después de cada romanza, el público estallaba en aplausos y en bravos frenéticos, Sumilov experimentaba un dolor casi físico y miraba al público con expresión de espanto, de súplica y de sufrimiento. Pero la señorita Ducroix empezaba una nueva canción, y Sumilov cerraba de nuevo los ojos y se abandonaba al encanto de la música, cuyas ondas cálidas le mecían como las del mar. Sentía un deseo apasionado de escuchar eternamente aquella voz divina, apoyado en la 20lumna, con los ojos cerrados. El público le hizo repetir a la señorita Ducroix lo menos diez veces.

No la dejaron tranquila hasta que, iluminado el rostro por su sonrisa encantadora, se señaló con la mano a la garganta, dando a entender que lc lamentaba, pero que no podía cantar más.

En cuanto abandonó el estrado, ocupó su sitio un actor de rostro ruboso, que llevaba un frac pasado de moda, y comenzó a recitar un trozo de sainete.

Sumilov suspiró profundamente, como si despertase de un sueño de amor.