Página:El brazalete de rubíes - Kuprin (1920).pdf/152

Esta página no ha sido corregida
152
 

II

Como la señorita Ducroix se había hecho esperar tanto, y el público estaba seguro de que ya no iría, su aparición repentina en el estrado produjo una magnífica impresión de sorpresa. Varios centenares de robustas gargantas, cuyas voces se mezclaban con formidables aplausos, le hicieron una ovación tan larga y calurosa, que aquella mujer mimada por la gloria no pudo menos de sentirse conmovida y halagada. De pie junto a la escalinata, ligeramente inclinada hacia el público, paseaba sus grandes ojos negros y sonrientes por las filas de espectadores. Vestía un traje blanco de seda resplandeciente, cuyo corpiño sostenían sobre sus hombros unas cintitas. Sus bellos brazos desnudos, su pecho alto y muy descotado, y su cuello torneado y altivo, parecían esculpidos en un mármol cálido y aterciopelado.

Se acercó al piano varias veces para cantar; pero siempre una nueva salva de aplausos la ob gaba a volver junto a la escalinata y a saludar al público. Por fin, con una sonrisa encantadora, señaló al piano de una manera suplicante. Los gritos y los aplausos cesaron. El público la contemplaba con mirada amorosa, y en medio de un silencio profundo, pero vivo y atento, la artista comenzó a cantar una romanza de Saint—Saëns.

Alejo Sumilov, estudiante de medicina de segundo año, en pie, apoyado en una columna pró-