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ganizadora del concierto, en señal de lo que llevaban unas cintitas en el pecho, iban y venían impacientes por el vestíbulo, por entre los abrigos y las pieles, esperando la llegada de la señorita Enriqueta Ducroix, primadona de la ópera de Pa rís, que invernaba en la ciudad. Aunque la célebre cantatriz había recibido a la comisión de estudiantes con suma amabilidad y había asegurado que sería para ella un gran honor cantar en su concierto, la tercera parte, en la que figuraba su nombre en el programa, había comenzado ya, y ella no parecía.

"Será posible que no venga?", se preguntaban con inquietud los organizadores, mirando ansiosamente por las ventanas y tratando de sondear las tinieblas de la noche. La señorita Ducroix, que cobraba carísimos los billetes para sus conciertos, era el "clou" de la fiesta, y su nombre había atraído a la mayoría del público.

Afortunadamente, al cabo de un cuarto de hora se oyó rodar un coche, y por las ventanas se vieron acercarse dos linternas. Los organizadore corrieron a la puerta, tropezando unos con otrus y visiblemente conmovidos.

Era, en efecto, la señorita Ducroix, que entró en el vestíbulo sonriendo a los estudiantes y señalándose con la mano a la garganta, envue¹ta en pieles costosísimas. Aquel ademán quería decir que estaba dispuesta a explicar su retraso, pero que no se atrevía a hablar en el frío vestíbulo.