se diría que alguien, durante la noche, había acicalado cuidadosamente el cielo azul, las nubes blancas, los altos álamos llenos de vida primaveral. Ante nosotros se extendía, a una gran dis tancia, el Dnieper, azul y amenazador junto a las orillas y plateado por el centro. Todas las campanas de todas las iglesias sonaban.
De pronto oímos un ruido extraño y volvimos la cabeza: el anciano ingeniero lloraba. Apoyaba la cabeza en la ventana, y los sollozos sacudían todo su cuerpo. ¿Qué pasaba en el viejo corazón devastado y herido de aquel hombre que en la lucha de la vida sólo había conocido derrotas?
Yo no había oído hablar de su pasado sino muy vagamente: un matrimonio desgraciado con una mujer perversa y escandalosa, un lujo insostenible, la malversación de fondos del Estado, una escenas de celos con tiros al amante de su mujer, la pérdida de los hijos, que siguieron a la madre...
Zoya, apiadada, prorrumpió en una exclamación compasiva, cogió la cabeza calva del ingeniero, la colocó sobre su pecho y empezó a acariciarla suave y tiernamente.
—¡Querido, pobrecito mío!—decía—. Ya sé que vuestra vida es muy triste. Todos sois como perritos abandonados..., viejos, solitarios... Pero no os desesperéis... El buen Dios puede cambiarlo todo... Todo se arreglará, y la vida os será más fácil... Sólo necesitáis un poco de paciencia... ¡Valor, hijos míos!
Con mucho trabajo, el ingeniero se dominó y lo-